La herencia de Cronos
Gabriel U. García T.
En
el Museo del Prado existe un sobrecogedor cuadro de Rubens donde se puede ver
uno de los momentos más crueles de la mitología griega: Cronos devorando a uno
de sus hijos. En la pintura, que el acucioso lector fácilmente puede encontrar
en internet, se ve un hombre de edad madura que con la mirada desorbitada y
sosteniendo un báculo, devora el pecho de un precioso niño.
En
efecto, como cuenta Hesíodo, Cronos, el último hijo de la Gea, la madre Tierra,
quería evitar que se cumpla la profecía y que uno de sus descendientes lo
destrone. Por ello, en cuanto nacían los hijos que tenía con Rea, los engullía
inmisericordemente. Sin embrago su esposa, afligida por tanto sufrimiento,
esconde a Zeus y en su lugar le entrega una piedra que el iracundo Cronos traga
inmediatamente.
Cuando
el hijo sobreviviente crece, inicia una cruenta lucha que dura más de diez
años. En ella se incorporan todos los Titanes, es decir los hermanos de Cronos,
aún los que habían sido relegados. Uno
de ellos, Arges, obsequia Zeus el trueno y le fabrica el rayo. Finalmente la
pelea termina y con ella el reinado del padre. Júpiter se
convierte en el más poderoso dios del
Olimpo.
Todas
estas cosas que, aparentemente, son mitos propios de una edad inmadura de la
humanidad, aún hoy tienen extrema importancia.
Hace
poco, en una reunión de trabajo, presenciaba atónito como el jefe de una
oficina, cuyo nombre no quiero acordarme,
trataba de opacar al joven e inteligente colaborador. Era como si, en realidad,
quisiera comérselo y con ello evitar cualquier tipo de sombra sobre su gestión.
Los importante no era que la dependencia cumpla con el encargo para el que fue
creada, sino que el jefe se pueda lucir y glorificar su nombre.
Otro
tanto pasa en la política mundial. Cuan común es ver como los directores
¿propietarios? de partidos o movimientos políticos devoran primero a sus
propios militantes. Nadie puede sobresalir más que el mesiánico político
gracias al cual la patria se podrá salvar.
Al
contrario, se debe difundir la idea de que nuestro
máximo líder es único e irrepetible. Cuando se llega a este punto estamos a
un paso del absolutismo. Por supuesto, nada de esto sucede en el Ecuador.
¿Verdad?
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