miércoles, 16 de enero de 2008

Miedo a la Soledad (Cuento)

Termina el otoño en Montevideo. La ropa abrigada y los guantes dan paso a los pantalones cortos y las sandalias. La playa empieza poblarse al borde de los exclusivos chaletes. Los hoteles, repletos de turistas que buscan Punta del Este, miran impávidos como los citadinos de a poco empiezan a cambiar su humor. Entre los eucaliptos del Parque Roosvelt, los intrépidos atletas del verano poco a poco salen a lucir su físico. Las primeras temperaturas altas delatan la cercanía del tiempo de sol y agua.

Aprovechando un día sombreado salgo pasearme por sus avenidas, a recorrer la peatonal, y caminar por la ciudad antigua hasta llegar al mercado del puerto. Decido entrar en “El Carbonero” Al fin y al cabo el bife nunca pasa de moda y queda mucho mejor si se acompaña con un buen Tanat del 2003 a 18 grados. Los uruguayos, con su trato amable al turista y particularmente propensos a conversar sobre el mundo, alegran el ambiente mientras espero mi carne pasada de punto. Un poco de pan, queso mantequilla y jamón ayudan a combatir el hambre y hacen más llevadera la espera. En la barra un mozo de unos veinte años aguarda por una orden. Afuera, en el corredor todavía cubierto con plástico para las lluvias, una joven familia disfruta de sus hijos.

Las viejas mesas y sus sillas de madera crujen cada vez que alguien intenta tomar un trozo de chorizo o cortar unos chinchulines.

La mesa del frente es tomada por una dulce pareja de ancianos. El mozo que les atiende, un poco regordete y con lentes, les sugiere no se que cosa. Discuten y finalmente asienten con la cabeza. El debe tener unos setenta y cinco años. Su pelo cubierto de canas lo delata. Su apariencia senil se acentúa tras los lentes que reposan en su aguileña nariz y esconden sus pequeños ojos negros. Cuando se ríe, los labios finos de su boca, dejan ver una radiante sonrisa ¿Será postiza? Ella, con su pelo teñido de rubio, aunque un poco descolorido, no permite que se le vean las canas. Sus grandes lentes esconden unos profundos ojos azules que, seguramente, conquistaron el corazón de su galán, aunque ahora luzcan un poco disminuidos por las profundas comisuras que los años han dejado en su rostro.

Cuando el mozo se retira retoman su conversación.

- Y yo te dije que no volvería, señala con firmeza el hombre
- Dejá Anselmo de ser tan pesimista. El Nene volverá.
- Creés Vieja que una vez que se conoce Buenos Aires se puede abandonar esa ciudad
- Y mirá, hay tanta gente…
- No seás ingenua. Seguramente conocerá alguien, se casará y nos visitará en las navidades. ¿Es que la vida no te ha enseñado nada María Marta?
- No, no es eso. Es que simplemente me gusta ver el futuro con optimismo.

El mozo los interrumpe trayendo los consabidos entremeses previos a la comida. Anselmo ordena un botella de vino blanco

- Siempre va bien con el salmón, dice con aire de profunda sabiduría
- Buen gusto, asegura en tono cortés el mesero.

Un grupo de jóvenes irrumpe en el salón. Su griterío impide que siga escuchando el coloquio de los ancianos. Cuando los adolescentes por fin pasan al salón que mira al puerto, ella, como queriendo seguir con el tema, pregunta por qué le molesta tanto el viaje de Anselmito.

- Y, no se. Debe ser el miedo a la soledad.
- Creo que eres demasiado temático. Sabías que algún día iba a pasar
- Si, pero no tan pronto. ¿Recuerdas cuando nació?
- Como voy a olvidarlo. Era tan mono. Sus rizos dorados y su pequeña boca. Todo el mundo decía que se parecía a mi.
- Si como no, contesta con brusquedad el hombre.
- Pero si vos tenés el pelo castaño
- Pero mirá su nariz y su boca. Son exactas a la mía.
- Y, esas son fijaciones de viejo, asegura ella con cierto sarcasmo.

El hombre se queda callado y se concentra en la ventana. El viento, que empieza a soplar como indicando su retirada otoñal, le da un breve descanso al humo que sale de la parrilla. El anciano toma “El Observador” y empieza a ojearlo.

- Estos militares son unos descarados, dice Anselmo en voz alta
- Siempre sabían donde estaban, asegura María Marta

Entiendo que se refieren al reciente encuentro de dos cadáveres de jóvenes desaparecidos durante la dictadura militar. ¡Una dictadura militar en un país civilizado! Pienso mientras me distraigo de la conversación de los ancianos. En la calle parece que empieza a llover. La gente que camina por la plazoleta que da al mercado, apresura sus pasos. Se arremolinan sobre los negros taxis con sus techos amarillos. El tiempo pasa lentamente dentro del restaurante. Quizá si estuviera afuera las cosas serían distintas. El mozo llega con el vino a la mesa mis vecinos. Anselmo sólo dice un seco gracias mientras refunde su nariz en la sección de política. Ella mira distraídamente hacia la mesa contigua.

Cuando les llega la comida, Anselmo en tono de reclamo escupe un ya era hora al mesero. El camarero no responde. Sirve y pregunta si desean algo más.

- No gracias joven, dice con dulzura María Marta

Cuando el tipo del servicio se retira, ella continúa:

- No se Anselmo, pero me parece que exageras con lo de Anselmito. Al fin y al cabo es tu nieto y no tu hijo.
- Pero tu sabés como lo quiero
- Y yo se, pero un niño de cinco años tiene derecho a viajar con sus padres de vacaciones.

Santiago de Chile, 1 de diciembre de 2005.

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