Tres diciembres y dos ojalá
Gabriel U. García T.
Hay libros que nos marcan. En mi caso, uno de ellos, fue “Todo fluye” del ucraniano Vasili Grossman, a quien descubrí gracias a mi entrañable amigo Xavier Puig de la Universidad del País Vasco.
En la novela, que fue la última que escribió, Grossman cuenta como Stalin ordenó la confiscación de todos los cereales en varias aldeas ucranianas, incluyendo las semillas que los campesinos guardaban para la siembra. Cuando llegó la época de labranza nunca se enviaron granos desde la capital y, en el invierno, que coincide con la temporada navideña, se desató la hambruna. El escritor judío describe como familias enteras murieron de hambre. Las madres, que no podían soportar el llanto de sus hijos, impotentes los abrazaban. Tiempo después, cuando los militares entraron en algunos pueblos, encontraron los cadáveres de niños y progenitoras, ceñidos sobre mugrosos lechos, víctimas mortales de la inanición. La confiscación fue porque los campesinos eran enemigos del régimen. Aún hoy se debate sobre la cifra de muertos que el gobierno de Stalin produjo, pero hay un consenso en que serían veinte millones de personas.
Dos mil años antes, otro monarca temeroso de perder el poder, ordenó la masacre de no se sabe cuantos cientos o quizás miles de niños. Cuenta San Mateo en su evangelio que “En Ramá se oyeron gritos, grandes sollozos y lamentos: es Raquel que llora a sus hijos; estos ya no están, y no quieren que la consuelen”. Los hijos de Raquel fueron muertos tras la orden del rey Herodes de asesinar a todos los infantes menores de dos años que había en Belén y sus alrededores. El hijo de José y María, gracias a su divina protección, huyó a Egipto.
Penosamente, la raza humana no aprendió nada de estas dos trágicas historias. De hecho, en este diciembre, doce millones y medio de personas están a punto de morir de hambre en el cuerno de África, amenazadas por la sequía y los conflictos políticos. Sólo la guerra civil de Somalia podría matar, por falta de alimentos, a cerca de cuatro millones de seres humanos.
Estos tres diciembres, de los que he hablado, tienen dos cosas en común: la tragedia y la ambición por el poder. Ojalá América Latina y sus gobernantes tomen nota de lo grave que puede ser una codicia desmedida por el mando y su terribles consecuencias. Ojalá, la tierna mirada del Niño Jesús, ablande los corazones de quienes llevan el auriga de nuestro destino.
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