La sociedad del miedo
Gabriel U. García T.
La prensa traía una noticia que, a lo mejor, pasó desapercibida para muchos. El titular de la nota emitida por la agencia EFE, señalaba que el primer ministro británico, David Cameron “cree justificado vigilar los correos electrónicos de la población” incluyendo llamadas telefónicas y mensajes de texto, porque “hay lagunas importantes” en la seguridad de su país.
El suelto de prensa me ha dejado asombrado. Un siglo atrás era imposible pensar que el estado podía violar la privacidad del correo de sus ciudadanos. Hoy por razones de seguridad debe permitirse. Sin embargo, y sin que se me tache de anarquista, permítanme presentar un par de dudas.
La primera tiene relación con una novela maravillosa de Carlos Fuentes que tituló “La silla del águila”. Es una obra de ficción situada en México. Por alguna extraña razón el primero de enero del año 2000, todo ese maravilloso país, se queda sin ninguna de las modernas posibilidades de comunicación, incluyendo teléfono, fax y, por supuesto, correo electrónico. Los políticos se ven obligados a escribir cartas para poder mantener la comunicación. Con su mágica pluma, Fuentes, nos va develando las misivas que delatan los hilos con que se teje el poder. Por primera vez, los ciudadanos, entendemos esa intrincada telaraña en la que se confunden los intereses personales con los de la patria.
Entonces aquí viene la pregunta: ¿Si el estado va a tener la capacidad de ver, por razones de seguridad, todos nuestros correos electrónicos, mensajes y llamadas telefónicas, no tenemos también los ciudadanos el derecho de conocer los mensajes, correos y llamadas de nuestros gobernantes, para poder, justamente, estar seguros de que están cumpliendo con el mandato que les otorgamos? No se ría, estimado lector, que se trata de una cosa muy seria.
La segunda inquietud tiene que ver con don Juan Jacobo Rousseau. Él pregonaba que el estado es una especie de “contrato social” que todos los ciudadanos firmamos tácitamente para poder brindarnos, los unos a los otros, ciertas normas elementales que permiten nuestro diario convivir. Pero ¿están estas pretensiones, que violan la más profunda intimidad de las personas, dentro de ese contrato al que, por cierto, nadie nos preguntó si queríamos adherirnos?
Sinceramente, creo que no. Me parece que el miedo, instigado desde el poder, sigue siendo una de las formas más perversas de control y manipulación. Este miedo al terrorismo, a la delincuencia, en fin, al prójimo, hace que cada vez cedamos más libertad. Ojalá, algún día, empecemos a construir la civilización que un judío muerto hace más de dos mil años propusiera: una sociedad basada en el amor y no en el temor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario