Bárbaros
Gabriel U. García T.
La mañana del domingo estaba soleada. La avenida Pío Jaramillo mostraba menos tránsito que en días ordinarios. Fui a la tienda por alimentos para el desayuno familiar. Al regresar, en el semáforo, un señor a bordo de una potente camioneta cuatro por cuatro, se detuvo sobre el paso cebra esperando que cambiara la luz del semáforo. Los peatones tuvimos que esquivar los carros para cruzar la calle.
Lo que cuento, seguramente, es un episodio común y corriente. A veces somos nosotros los que dejamos el auto sobre el paso cebra. Sin embargo, no deja de ser un símbolo de barbarie.
Sostiene el periodista uruguayo Ricardo Soca que la palabra «bárbaro» surgió en la antigua Grecia. Cuando los helenos no entendían a un extranjero creían que lo único que decían era bar, bar, bar. Entonces a las cosas que no comprendían, incluidos los comportamientos, las calificaban como bárbaras. Con el devenir del tiempo la palabra adquirió la connotación de inculto, grosero o tosco que actualmente recoge el Diccionario de la Real Academia.
Somos bárbaros cuando arrojamos basura por la ventana del automóvil, al doblar la esquina y no ceder el paso a un peatón o al reaccionar con insultos ante el menor incidente. Por supuesto que son síntomas más graves de salvajismo los hechos violentos que ocurren todos los días y que, seguramente, son producto del desdén que algunos jóvenes sienten por cualquier expresión cultural.
El otro día un amigo, que es prospero comerciante en una parroquia rural, se quejaba amargamente de cómo el municipio mantiene gente “sin hacer nada”. Se refería a la bibliotecaria del lugar.
“Llega a las ocho, abre y se sienta todo el día. ¡Y por eso le pagan!” alegaba mi caro contertulio. La molestia del honrado menestral puede justificarse al convertir las bibliotecas en frías bodegas, donde los libros sólo son visitados por el polvo y el olvido. Lejos están del concepto que pensó Alejandro, como centros vivos de discusión y entendimiento sobre lo que humanamente acaece. Allí debe existir, como reclama Irene Vallejo, un espacio para estar solos, meditar, leer y entender otras formas como el cine o la pintura.
Las bibliotecas de barrio deben ser el motor cultural del entorno. Albergar exposiciones, generar círculos de lectura, clubes de cine o, simplemente, espacios para el encuentro entre vecinos.
Ahora que, como sostiene la propia autora de “El infinito en un junco” hay “nuevos y bárbaros dueños del mundo” debemos atrincherarnos en los libros, la música y el arte para evitar volver a las cavernas.
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