El mundo desde mi ventana
Tiempo
Gabriel Ulpiano García Torres
A veces no tenemos tiempo para nada. El día empieza apurado. Suena la alarma del celular y hay que levantarse de prisa. La ducha es rápida, el desayuno frugal y de nuevo al ajetreo de una jornada que busca terminar con nosotros. A la noche, cuando estamos en esa rara etapa entre el sueño y la realidad, divagamos un momento añorando ratos libres.
Pero hay otras vidas en las que, extrañamente, las tardes sobran y a veces estorban.
El anciano, que en su época de oro era uno de los profesionales más reputados de la ciudad, estaba parado en el portal de su casa. Era una tarde fría de agosto, de esas en las que el páramo penetra los huesos y congela el alma. Sin embargo, más que calor buscaba compañía. Alguien con quien conversar, con quien matar el tiempo.
Su esposa, una bellísima mujer, había muerto físicamente hace pocos años, pero la locura se la llevó décadas atrás. Desde que Ate, aquella diosa griega que nos roba la razón, se apoderó de ella, el buen doctor sólo tenía como compañía su recuerdo y, acaso, los breves momentos robados a algún vecino.
Cuando los hijos se casaron, al principio, las visitas eran frecuentes. La novedad de los nietos, las fiestas de cumpleaños. Pero la vida, ese misterio que se escapa de manera inexplicable, fue pasando y los pequeños retoños de su sangre crecieron entre el amor por el abuelo y el temor a la locura. Al final, los años siguieron su curso y se alejaron. Sin embargo, el doctor los espera cada tarde en la puerta, sin importar el viento gélido. Nunca llegan y el tiempo se vuelve un estorbo.
Unas cuadras más abajo, vive alguien que fue mi compañero. Aunque no se si la palabra correcta es «vive». Digamos que deambula. Él nunca se casó. Quizás su único compromiso duradero fue con una sustancia rara que lo aleja de la realidad. Sus tardes, que también son largas e incómodas, las dedica a mendigar unas monedas para comprar el cariño de Ate y, de su mano, desentenderse de lo cierto.
En el colegio era un muchacho alto, fornido y elegante. Tenía un corazón noble y una bonita sonrisa. Ahora, sin duda, su alma sigue siendo buena, pero no hay un gesto agradable en su boca sin dientes. Cuando lo hallo no necesita pedirme unas monedas, se las doy antes de decirnos nada. Cruzamos un par de frases y vuelve a su calle con las manos en los bolsillos, envuelto en una chompa raída que, con esfuerzo, recuerda el blanco.
Nunca entendí por qué le fastidia la vida. Quizá, porque le duele.
Camus pensaba que la única cosa sobre la que, realmente, se debe reflexionar es acerca de la posibilidad de acabar, por mano propia, con los amaneceres que faltan.
Cuando en medio del ajetreo diario encuentro al doctor o a mi amigo, no puedo dejar de pensar en esto.
Hay que luchar para que los días nunca estorben.
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