El mundo desde mi ventana
Errancia
Gabriel Ulpiano García Torres
Es muy popular, entre las leyendas humanas, la del Judío Errante. Aquel que, por haber maltratado al Nazareno, es condenado a vivir por toda la eternidad sin encontrar nunca un poco de reposo. La maldición, por su afrenta, fue impedirle hallar sosiego en cualquier parte del ancho mundo.
En cambio, hay éxodos que, al no tener culpa, duelen más. Entre ellos, por supuesto, están los desplazados por la guerra. En el tiempo que nos ha tocado vivir, los vemos en Ucrania, Palestina, Israel, Yemen, Afganistán, Congo, Colombia y un largo etcétera que azota al globo.
Generalmente, las familias no pueden salir unidas. Además de la huida está el drama de la separación. Escapar de la muerte es un bien, pero el resto de los días son inciertos. Llegar a un país de acogida es, sin duda, una odisea.
A esto hay que sumarle la emigración por la pobreza que, quizás, es una expresión de violencia tan dolorosa como las armas.
África y América Latina son fuente de un interminable envío de personas, dispuestas a jugarse la vida para lograr, en el paréntesis de su paso por la tierra, algo de quietud.
Todos los días, las redes sociales y la televisión nos cuentan el drama a bordo de las pateras, peleando por no hundirse en las aguas del Mediterráneo.
O el de los caminantes, sobre las selvas del Darién, que tratan de llegar vivos más allá de Panamá. Cuando lo consiguen, procuran arribar al Río Grande donde un nuevo drama los espera.
Deambulan, por toda América, venezolanos expulsados de su patria porque Ate, la diosa de la locura, impera en la cabeza de aquellos que gobiernan ese hermoso jirón del planeta. Allí están, en los semáforos, con sus niños en brazos buscando una moneda para, sin saber muy bien a dónde, seguir su peregrinación.
Hay otros cuya forma de huir se concreta en las alas de un avión. Muchos de ellos son ecuatorianos que van a España y que, con lágrimas en los ojos, dejan sus querencias y sus filias en pos de la anhelada tranquilidad.
Luego, a veces de manera silente y ante la mirada impávida de sus gobernantes, están los campesinos, que se marchan por la falta de futuro. Abandonan la heredad que los vio nacer y se mudan a las barriadas pobres de la urbes, pequeñas o grandes, no para volver a sembrar ninguna planta, sino para enraizar sus sueños y renovar las esperanzas.
Quizás la humanidad está condenada a errar sin rumbo. Lo que consideramos el hogar parece ser temporal. La única diferencia, con el maldito ultrajador de Jesús, radica en que ahora huyen quienes nunca hicieron daño a nadie.
Llena de ira ver que los culpables de esta errancia sin fin no sufran pena alguna. Terminan su existencia en mansiones salidas de cuentos de hadas, en exilios dorados o en grandes yates que, irónicamente, coinciden con alguna frágil embarcación llena de gente de pobre.
En fin, está claro que no se emigra en busca de dinero sino de paz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario