Censura
Gabriel Ulpiano García Torres
Llegué a Ray Bradbury y sus «Crónicas marcianas» por una reseña de Jorge Luis Borges. Después fue inevitable devorar «Fahrenheit 451» esa distopía que supone un mundo donde el papel de los bomberos no es apagar fuegos, sino quemar libros. Es una bella elegía a los textos y al pensamiento libre. Al final, con tristeza, el autor reconoce que no era necesario quemarlos, en un mundo en el que la gente no tenía ningún interés por leer. La reprimenda estaba demás. La humanidad había perdido su apetito por viajar a otras realidades a través del papel.
Sin embargo, la censura, que funciona a lo largo del tiempo, no se confiaba. Debía prohibir para servir fielmente a su amo, el poder.
Siempre se quiere manipular volúmenes, periódicos o emisoras radio televisivas. Desde muy temprano en nuestra historia, ha existido un delirio por prohibir. Las razones son variopintas, pero normalmente vienen desde los gobiernos o para evitar ofender a los dioses.
En nuestra época hemos construido otros númenes. Una de las deidades modernas que más sacrificios exige es la diosa “Seguridad” encargada de brindar tranquilidad a los simples mortales. Siendo moradora contemporánea del Olimpo, no se conforma con un buey asado. Tampoco pide que entreguemos un hijo. Exige que cedamos parte de nuestra libertad.
Hay que ser prudentes en lo que escribimos, con quien nos relacionamos o a dónde vamos. Últimamente, puso su mirada sobre la Inteligencia Artificial. Quiere protegernos de ella. Ve enormes amenazas con su irrupción en estas pasajeras vidas. Considera que es un invento que viene directamente del Hades. Si nos descuidamos, será quien decida por nosotros.
Con un soplo imperceptible sobre el oído del presidente Biden, dispuso poner trabas a este engendro.
No sirvieron los alegatos sobre sus beneficios; los consejos que puede brindar a un enfermo; las correcciones acerca de códigos de programación para tener, cada vez, mejores herramientas o los análisis prospectivos en términos de ciencia.
Pero no toma en cuenta que, el verdadero riesgo, ocurre porque no leemos. Mientras lo hagamos, esta sapiencia informática, no podrá arrebatarnos el placer de disfrutar a Borges.
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