sábado, 22 de noviembre de 2025

Crónica


Historia de dos emigrantes

Gabriel Ulpiano García Torres
 
Su piel es de color blanco pálido y sobre el cabello castaño lleva un hiyab celeste. No tiene más de veinte años. Trabaja vendiendo dulces turcos en el centro de Madrid. Huyó de Afganistán, logró llegar a Paquistán y con suerte arribó a Europa. Tiene ojos castaños que se llenan de agua cuando recuerda su familia. Para las mujeres, la vida en su país no es fácil; el Estado les quitó la dignidad de seres humanos. Su obligación es ser serviles y, por supuesto, no pueden estudiar. Cualquier tipo de violencia contra ellas es legal.

Trabaja mucho en mejorar su español para entrar a la universidad. Cree que en la educación se juega su futuro. Estoy seguro de que logrará ingresar, sin embargo, eso no cambiará de forma inmediata la vida de quienes dejó atrás. 

Su drama es indiferente para la metrópoli. Miles de gentes pasan por delante de la puerta del local que atiende y del que, por supuesto, no es la dueña. 

A pocos pasos, una modesta pensión es administrada por Max. Él viene de América. Lejos quedó Gonzanamá y la vida de su abuelo como conductor de autobús. Acá echó raíces y conoció una hermosa mujer del Paraguay con la que construye su familia. No falta el anhelo por un tamal, pero cuando puede vuelve a la tierra para que su prole no pierda identidad. Pasa un mes con los suyos y alguno de ellos, alguna vez, viene a visitarlo. Ni su esposa ni su hija saben lo que es ser consideradas inferiores por mandato de la ley, como pasaba con la afgana cuando estaba presa en su propia tierra. 

Es verdad que América Latina, a pesar de sus inmensas riquezas, tiene gente que ha tenido que salir para buscar una vida mejor. Gran parte de la culpa se la llevan los gobiernos y los insoldables latrocinios que perpetran; pero, aun así, su realidad es mejor que la de aquellos que habitan girones del planeta en los que gobierna la ignorancia y el fanatismo. 

El corazón se vuelve chiquito al ver una mujer, casi niña, que tiene que huir para, simplemente, poder seguir considerándose persona. 

En la escuela el viejo maestro enseñaba el verso de Constancio C. Vigil donde un hombre pobre se quejaba de su suerte, hasta ver otro más pobre que recogía lo que él arrojaba.  A veces es bueno comparar nuestras penas con las de los demás, sólo para comprobar que estamos mejor, que podemos salir adelante y que nunca hay que olvidar al prójimo.

La condición humana exige solidaridad y entendernos gregarios. Cuando un estudiante universitario preguntó a Margaret Mead, esa maravillosa antropóloga del siglo XX:

- “¿Cuál es el primer signo de civilización en una cultura antigua?” ella respondió 

- “Un fémur que ha sanado”. 

Es una clave profunda. Nuestro destino como especie está atado a la solidaridad. Sin ella nada somos. Hay que pensar, especialmente, en el que viene de lejos, dejándolo todo. 

Barcelona, 19 de noviembre de 2025. 
 



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