El mundo desde mi ventana
Terror
Gabriel Ulpiano García Torres
¿Cómo se explican las lágrimas de una mujer que perdió tanto? Esa pregunta rondó por mi cabeza, esa fría mañana del nueve de enero en la puerta del edificio de la Fiscalía General del Estado. La noche anterior el país sufrió una ola de atentados terroristas que, sin corazón y sin razón, destruyeron sueños y esfuerzos de muchos inocentes.
La señora llegó con su marido para rendir su versión ante el fiscal encargado de indagar estos hechos vandálicos. Según contó, habían comprado, con un préstamo, un “San Remo” de un poco más de treinta años. Era un gran avance en su negocio de entregas a domicilio. Dejaron su pequeña motocicleta por un automóvil en el que, además de trabajar, podían llevar a sus pequeños a la escuela.
Lo guardaban en un lote del papá de ella. Cuidaban su inversión, de casi tres mil dólares, con esmero.
Pero esa noche los delincuentes rompieron el vidrio del carro, le echaron gasolina y lo quemaron. Cuando los vecinos se alertaron era demasiado tarde. El automotor se incineró completamente y con él las ilusiones de esta joven familia.
Allí ardían años de esfuerzo por construir un mejor porvenir. Él nunca había pensado, a pesar de su pobreza, en la delincuencia como forma de sustento; al contrario, siempre trabajó de manera honrada, pero el Estado no pudo protegerlo.
Esta es la historia de muchas familias. ¿Qué se puede decir a los padres que vieron a sus hijos muertos por balas disparadas desde armas compradas con dinero de la droga? ¿Se puede resarcir una vida?
¡Cuán grande debe ser el sufrimiento de la madre del fiscal abaleado inclementemente mientras iba a una audiencia! ¡Qué dolor deben tener sus hijos! Imagino la herida profunda de las familias que perdieron alguien por un secuestro o, a veces, por robarles un simple teléfono celular. Cuánta tensión hay en los hogares de jueces y fiscales que deben juzgar estos actos.
Por eso resultan dolorosas las palabras de ciertos «políticos» que afirman que toda esta pesadilla no es más que un montaje. Con profundo egoísmo, que no les permite ver más allá de sus espurios intereses, quieren pintarse como paladines. Son almas pétreas, incapaces de ponerse en los pies del otro y solo pensando en llenar las enormes alforjas de su ego.
Sin embargo, esa misma mañana y en el mismo pórtico, la mujer se secó sus lágrimas, dio una palmada a su marido y le dijo que “hay que levantarse y seguir”. No tenían un plan alternativo, ni certeza de lo que harían, pero sabían que estaban con vida y juntos. Con eso bastaba.
Es la misma actitud de los ecuatorianos. A pesar de todo y de lo duro que ha sido vivir este tiempo, en el horizonte siempre hay un arcoíris que invita a soñar días diferentes. En el fondo somos un pueblo estoico, comparable con los faiques de la provincia, que son capaces de aguantar el invierno más crudo o la peor sequía, pero seguir con vida.
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